Una noche de espaldas al espejo
Mientras llenábamos el estómago dejamos que nuestra atención se fuese poco a poco anestesiando en el scroll infinito de la pantalla. Hasta que una granada aturdidora nos despertó.
David R. Seoane | Amán
El cosquilleo primerizo en los dedos de los pies al pisar descalzo la alfombra mullida. Las gotas rezagadas de agua tibia resbalando por la piel. El tropel de zapatos y sandalias gastadas en los estantes de madera y arrumbados en los baldosines de la entrada. La noche. El aroma a incienso. Las miradas perdidas. Hileras de palabras y espaldas anónimas. Respeto.
De reojo miraba al compañero. Mano derecha sobre el brazo izquierdo. Así comienza. El zoom de la mirada maximizado en tu interior y el mundo exterior desenfocado. Después manos en las rodillas. Aliento contenido y vuelta a la posición inicial. Como un resorte, la frente termina por besar el suelo en señal de sumisión y reverencia. Primer rak’ah completado (ركعة ,unidad o ciclo). Quedan siete.
La sensación de desprenderse de la individualidad y pensarse parte, aunque solo sea por un instante, es ciertamente impagable. En pleno Ramadán, un amigo musulmán tuvo la inmensa gentileza de invitarme a mirar al otro lado del espejo para que pudiera, por mí mismo, escuchar el silencio del Salat al Taraweh (صلاة التراويح). Taraweh significa en árabe “descanso”, “relajación”, y comprende una serie de rezos voluntarios que solo se hacen durante el mes del ayuno, después de la última oración del día, el Salat al Isha (oración de la noche صلاة العشاء). “Así que relájate habibi, nadie lo va a notar, solo haz lo que yo haga”, me dijo al oído mi reflejo.
Antes, siguiendo al pie de la letra sus instrucciones, me había dado una ducha para eliminar las impurezas y disimular sin éxito mis gruesos rasgos de métèque errante, de extranjero, de otredad personificada, de aquellos a los que los antiguos atenienses no consideraban todavía ciudadanos.
Al comienzo estaba confuso y puede que un poco nervioso. Me preguntaba si estaba haciendo bien al participar en una ceremonia religiosa tan importante, en un acto colectivo de una fe que no me pertenece. Dudaba de si era correcto o no estar de prestado. Invadir un espacio sagrado, cuando uno no conoce los pasos del rito, cuando no se entiende la lengua que lo oficia y se confunden las reglas. Pero allí estaba mi espalda, doblada como una más. Temerosa de hacer un movimiento inoportuno cuando no toca, vigilante de que nadie advirtiese mi antifaz. Observando de soslayo al compañero.
Mientras ocurría no pude evitar padecer algunos síntomas del síndrome del impostor o del turista desorientado. Ese que tan bien ha diagnosticado el fotógrafo británico Martin Parr en su retrato irónico del estilo de vida de la gente corriente. Como en esa foto en la que un grupo de turistas en las inmediaciones de la Torre de Pisa parecen estar haciendo Taichí cuando en realidad lo único que pretenden es sujetar para la posteridad al edificio inclinado. Es cierto que uno nunca se reconoce en esas estampas absurdas. No te ves bien con ese traje por muy elástico que sea. Los turistas siempre son otros, no nosotros.
El rezo terminó y los cuerpos se alzaron rompiendo las simetrías y las formas. Calzándome pensaba en lo tanto que queda por comprender y conocer. Al salir, caminamos por las calles despiertas hablando un poco de todo y mucho de nada. Pensábamos en dónde encontrar el mejor shawarma de la ciudad, que siempre es el próximo, y en un buen té caliente con hierbabuena. Mientras llenábamos el estómago dejamos que nuestra atención se fuese poco a poco anestesiando en el scroll infinito de la pantalla. Hasta que una granada aturdidora nos despertó. Del espejo negro emergieron imágenes aterradoras de los golpes que habían roto la tranquilidad de las noches de la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, a no muchos kilómetros de nosotros. Las fuerzas de seguridad israelíes irrumpían, una vez más, con violencia contra los fieles palestinos congregados para orar y meditar pacíficamente hasta el amanecer. En la ciudad santa y cautiva, que diría Ayestaran, al otro lado del espejo una sombra tupida no deja ni siquiera ver el muro.
Con la mano en el pecho, le agradecí a mi amigo por su hospitalidad y por sostener firme un espejo en el que mirarme. No todos los días uno tiene la oportunidad de mezclarse, el privilegio de rebasar la frontera sin sello ni pasaporte, ni de cruzar el río sin mojar la espalda. Lo que allí me encontré no fue una loca partida de ajedrez, a pesar de la disposición de las piezas sobre el tablero blando. Fue más bien, un escenario conocido y ajeno al mismo tiempo en el que me sentí aceptado como un peón más, a pesar de que mis movimientos obtusos amenazasen con quebrantar las reglas.
Si como afirmó primero el griego en el Crátilo y confirmó después el argentino en su laberinto, el nombre es arquetipo de la cosa y en las letras de “rosa” está la rosa y todo el Nilo en la palabra “Nilo”, la otra noche en la mezquita, la marabunta de significantes y significados que me devolvió el espejo no podía ser el reflejo del Otro sino el mío propio.
La otra noche en la mezquita, copiando a hurtadillas del examen del de al lado, por momentos creí ser Wally confundido en la masa, pero con el suéter de rayas rojas y blancas camuflado bajo el abrigo. Alicia jugando al ajedrez con la Reina Roja en el país de las mil y una noches. Postura de Taichí luchando cuerpo a cuerpo con una torre torcida. Pero, sobre todo, musulmán rezando en la mezquita del barrio en una tranquila noche de Ramadán.
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